viernes, mayo 18, 2007

Estoy de la shit...

Auxilio!!...

Ni siquiera puedo escribirlo!!

viernes, mayo 04, 2007

El sabor a vainilla y avellana me llevaron a los días de mi niñez en la que con mil pesos podía comprar unas Sabritas, un chicle de bolita, un refresco Bimbo, Caballito u Orange Crunch y hasta un delicioso Duvalín como el que como ahora, solo que con una imagen publicitaria que ya puedo calificar de “retro”…

Cuando era niña me gustaba mucho ir con mi “má Lola” y “mi padre”, mis abuelos que siempre estuvieron de manera constante en esa etapa de mi vida. Jugaba como lo que era, una pequeña que con cualquier cosa se divertía. Solía ser de personalidad serena y en ocasiones hasta tímida pero eso cambiaba cuando estaba en compañía de mi prima menor Kenia con la que me divertía en cualquier rincón de la inmensa casa. La tranquilidad se interrumpía con el grito o llanto de alguna de las dos, ella por algún raspón o yo por ser víctima de su trato brusco y muchas veces violento.

La calle aún empedrada, primero porque no había suficiente desarrollo urbano y después por la renuencia de los hombres más viejos de la cuadra al menor cambio, entre ellos Heliodoro Benítez (mi abuelo), era el lugar idóneo para pasar las tardes húmedas y calurosas del verano de Mazatlán.

Con la libertad mágica que teníamos en los años 80, mi tío “Lolo”, el menor de los hermanos varones de los Benítez Loaiza y que en ese entonces andaba más descarriado que nunca, nos daba “una milpa” para mí “la nena” y otra para mi prima hermana “la babanas”).

Cuando “mi padre” se daba cuenta de que teníamos tal cantidad de dinero nos proponía ser un fiel cuidador y administrador, pero al darnos cuenta de su tono sarcástico con una inocente maldad y picardía, respondíamos que no y salíamos corriendo despavoridas.

De esa misma manera y cuanto antes estábamos en una pequeña casa pintada de verde, ubicada a unos pocos metros del número 1337 en la calle Bernardo Vázquez… Era habitada por dos viejitos que por más que pasaron los años siempre les vi igual. Don “Nati”, un hombre fuerte quien la mayoría de las veces despachaba la tiendita montada dentro de su casa y Doña Alejandra, quien siempre llevaba su larga cabellera blanca trenzada y un mandil encima de sus ropas que la hacía ver como la típica ama de casa de aquellos años.

También tenían un perro, no recuerdo la raza y mucho menos su nombre y que traigo a colación quizá solo por el impacto que me causo un día ver a semejante animal luciendo cual rey ancestral un collar de ajos alrededor de su cuello dizque para que se le quitara el moquillo.

La mercancía que vendían ahí, en su mayoría dulces, la tendían sobre una enorme mesa de madera y otros los colgaban, lo que para nosotros era el tesoro más brillante que veíamos casi todos los días. Por cierto cuando digo que algo era enorme, grande e inmenso seguramente es por el “tamañito de persona que era”, cuando pasa el tiempo te das cuenta de que todo depende de la perspectiva con que se miran las cosas.

Con mi monedota dorada de Sor Juana Inés de la Cruz en la mano, Don “Nati” (supongo era Natividad), me recibía siempre con el mismo saludo ¡Doña Karina! y yo respondiendo solo con una sonrisa casi ignorándole me concentraba en el menú del día.

En la lista de mis prioridades estaba un tarugo, unos Chetos o Pizzerolas, un chicle de “bolita” rosa, morado o el picoso rojo, un jamoncillo, unas “ostias”, la paleta redonda y roja con las manecillas y números de reloj pintados que con un poco de salivita se dibujaba en mi muñeca, un mazapán con la famosa envoltura de plástico con una rosa que al pasarle un algodón con alcohol y postrada sobre la piel se dibujaba cual tatuaje, la paleta que tenia en ambos extremos unas dulces caritas sonrientes y de ley mi ya mencionado e inspirador de este escrito el Duvalín.

Increíble, podía comprar casi todo eso con tan solo una moneda que guardaba felizmente en la pequeña bolsita de cierre de mis tenis marca Panam verdeazules.

Pronta a caer la noche y cuando ya el calor había disminuido su intensidad, la calle se llenaba de voces. Los señores jugaban dominó en la banqueta, las señoras se reunían en grupo afuera de la tiendita para tomar una taza de café, una Coca-cola o un frío Tehuacán como lo hacía má Lola o simplemente para descansar del asfixiante clima. Los niños por supuesto sacábamos pelotas, bicicletas, canicas, yoyos, baleros o inventábamos esos juegos que suelen ser los más creativos y divertidos de todos.

Don Nati y Doña Alejandra eran de las personas que piensas que estarán donde mismo y para siempre. De hecho, ahora que lo pienso me acabo de percatar de su definitiva ausencia.

Cuando “mi paye” falleció todo cambio, por principio de cuentas sus primeros nietos ya no éramos unos niños, ya no era tan necesario que nos dejaran al cuidado de mis abuelos. Por ello, solo cuando íbamos a visitarlos los fines de semana en un balde de peltre con envases vacíos, comprábamos “Cocas” con los “inseparables” viejitos.

Un par de años antes de que el cáncer pulmonar terminara con mi entrañable y ahora misterioso abuelo, colaboré inocentemente con la enfermedad yendo a comprar a la misma casita sus necesarios cigarros Delicados o como él decía “sus delincuentes”. Irónicamente fue el momento en que sentí el sabor a tabaco, cuando el me decía: “Dile a tu mamá Lola que me prenda el cigarro”, yo en el camino le daba un par de fumadas. No puedo negar que aunque no deja de ser nocivo es un olor que me lo sigue recordando.

Entre más crecía menos me quedaba a pasar la noche con mis “padres”, mi prima ya no estaba en la ciudad y yo ya tenía otras formas de divertirme. Se podría decir que mi infancia la viví en la Bernardo Vázquez y la adolescencia en mi casa, en mi calle, con mis amigos.

Un día me enteré que en la tiendita ya no vendían dulces, solo refrescos y cigarros; y aunque no le di mucha importancia era realmente extraño buscar otro lugar para hacer mis compras.

Es un hecho que empecé a ver de manera distinta a los señores que antes me abastecían de golosinas, ya no eran parte de ese momento tan feliz, ya no eran los cómplices y Don “Nati” hasta me pareció un señor regañón y medio amargado. Doña Alejandra solo era una vecina más de mi abuelita, parte del ambiente de barrio.

Después de pasar un buen tiempo sin ir siquiera por los “chescos” me di cuenta que hacía mucho que no veía a Don “Nati” pasar caminando por la calle siempre limpio y vigoroso.

Pregunté a mi abuela que era de ellos y respondió ¡se fueron!... como baldazo de agua y con un sobresalto pregunté a dónde esperando que me dijera el nombre de algún pueblo cercano acompañado de un “pronto volverán”.

Desafortunadamente no fue así. Cuenta mi abuela en su estilo meramente sinaloense que al verse ya viejos y cansados acordaron irse por caminos diferentes a sus respectivos pueblos de origen. Después de tantos años de compartir sueños y darse amor se despidieron cual novios al caer la noche para no sufrir con el sufrimiento del otro, para no culpar al tiempo del adiós involuntario y doloroso de la muerte, para irse cada cual con el esperanzado “hasta luego” y reencontrarse en un lugar nuevo, mágico y eterno.

No cabe duda que el amor es extraño pero nunca deja de ser bello.

Espero llegar al mismo lugar donde dicen que llegan los de aquí se van y poder con “un tostón” (500 pesos) o con una milpa (mil pesos) poder comprarle sus “delincuentes” o Marlboro rojos a mi padre y si me sobra un poco, mi Duvalín de cajón, igual o más delicioso como el que disfruto ahora y que me hizo volver a la edad de la inocencia, por supuesto con los enamorados viejitos.

Descansen en paz Don Nati y Doña Alejandra y gracias por ser parte de mi infancia aunque haya sido involuntario…

Padre: Te Amo y como a Duvalín no te cambio por nada… sigues más cerca de lo que a veces puedo creer, se que me escuchas y que nos cuidas.

Con cariño: Karina Lizbeth Benítez Santiago. Alias: “Doña Kirina” o en su defecto “Gorda Payasa”.